CAPITAL FEDERAL, Mayo 06.-(Por Mario Wainfeld) Los tiempos de Menem. Su proyecto, sus cuadros. Supremacías varias. Un plan arrasador, el clima social, oposiciones sin propuestas. El 2001 una crisis, con otras respuestas. Cambios ideológicos de un siglo a otro. La UCR y el FAP, nueva táctica a un nuevo desafío. La señal, luminosa, del tablero electrónico.
Carlos Menem asumió la presidencia en 1989, el mismo año en que cayó el Muro de Berlín, episodio fundacional que le dio contexto. Dos años tardó para encontrar los instrumentos básicos de su proyecto político, que era consonante con la oleada que asolaba el mundo aunque en pocos confines se llegó a extremos tan salvajes. En 1991, con la llegada de Domingo Cavallo y la adopción de la convertibilidad, advinieron la estabilidad monetaria y la política. Diez años de economía política signados por el cepo monetario, seis de hegemonía política (reelección incluida), de primacía cultural.
Los críticos del menemismo menoscabaron a su elenco de funcionarios, demasiado embelesados con una fauna de advenedizos o con la pizza y el champagne. Pero a la destreza política del presidente la acompañó una lista de cuadros políticos o técnicos que le dieron solidez al esquema entreguista y devastador. Cavallo, Carlos Corach, Armando Caro Figueroa, Rodolfo Barra, Hugo Anzorreguy, Juan Llach, Susana Decibe, Roberto Dromi (por no enunciar sino a un puñado) no eran personajes grotescos como Armando Gostanian o Ramón Hernández. Sabían lo que hacían y cómo hacerlo. Sus aptitudes hacen menos perdonables las demasías que cometieron, aun dentro del infausto paradigma dominante. Desguazar los ferrocarriles o entregar YPF superaba los records de la etapa y ranquea al menemismo como una de las peores experiencias de un tiempo en el que abundaban.
Las principales (medidas en número) fuerzas opositoras no cuestionaron el disco duro de la versión argentina de la “revolución conservadora”. El oxímoron es expresivo: el pensamiento neocon se comía los vientos, se adjudicaba el signo del progreso y de “la transformación”. Los peronistas alardeaban: hacía falta “muchos huevos” para consumar el prodigio. También tener una mente fría, un corazón en consonancia, un olímpico desdén por las consecuencias y sus víctimas humanas.
Los opositores con más votos (hablamos del Frepaso en 1995 y, aún más, de la Alianza en 1999) se encarnizaban contra la corrupción y las desprolijidades mientras se hincaban ante el tótem de la política monetaria y garantizaban la intangibilidad de las privatizaciones.
Hubo encomiables resistencias que aguantaron los trapos, reivindicaron conquistas y derechos acumulados en años de luchas populares. Es hora de aplaudirlos. También de recordar que quedaron en minoría en el Agora, en las urnas, en el mundillo académico que se arrobó con “la modernidad”. En un marco de autocelebración mutua, personas con saberes y competencias mandaron a la papelera de reciclaje un patrimonio público y social con pocos parangones en el mundo y ninguno en la región. En la intimidad bromeaban respecto del “Turco” y su séquito. Sus diferencias no fueron sino mohínes de clase o de savoir faire mundano. En el rectángulo de juego eran funcionales a su proyecto, en la más piadosa de las interpretaciones.
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La salida individual: El voto popular acompañó al flautista de Hamelin y a sus numerosos colaboradores: el menemismo gobernante fue convalidado en las urnas en dos legislativas (1991 y 1993), en la Constituyente de 1994 y en la presidencial. Perdió el invicto recién en 1997 contra la Alianza que, queda dicho, no lo contradecía en sus ejes centrales.
El acompañamiento ciudadano, más vale, no fue unánime pero las mayorías estuvieron allí. Los primeros damnificados directos por medidas arrasadoras (despidos masivos en sector público, retiros voluntarios) se tentaron y hasta esperanzaron con salidas individuales. El remise, la combi trucha, el kiosquito, las canchas de pádel o los salones de pool viabilizaron esperanzas de salvarse “por la libre”. La hiperinflación es un disciplinador social: adoctrina para la respuesta veloz y solitaria, caldea el clima político “a derecha”. El desencanto que acompasó los años finales del alfonsinismo agregó su cuota. Era más que un problema comarcal: también extramuros se consideraba a los ’80 una “década perdida”. Así y acá dicho, era injusto con los avances de la restauración democrática en libertades, apertura cultural y recuperación del espacio público. Pero la coyuntura agobiaba, las crisis acortan las perspectivas... la híper hacía el resto del trabajo sucio.
Los microemprendedores forzados fueron cayendo de a uno, tal como se habían apartado de las coberturas colectivas, los sindicatos principalmente. El sector preponderante de los compañeros gremialistas no los contuvo, antes bien se plegó a la entrega con armas y petates. Claro que también hubo quienes vendieron cara la derrota, que de eso se trataba.
El neoconservadurismo y su correlato individualista e insolidario primaban en las elites gobernantes e intelectuales, en las urnas, en la ideología de demasiadas personas de a pie.
Fue forzoso tocar fondo para que llegara un cambio. Destellaron atisbos de reacciones colectivas, como las hubo respecto de Aerolíneas Argentinas cuando gobernaba la Alianza... fueron ramalazos de lucidez en un entorno de colonización.
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Otra crisis, otra respuesta: La crisis de 2001 ahondó el desamparo de amplísimos sectores sociales y desnudó la falacia del modelo existente. La respuesta social, por motivos múltiples, tuvo otro tono que la que primó en