Solía decirse que es erróneo juzgar a las personas por su aspecto físico (y sin previa relación con ellas), pero lo cierto es que de sólo cruzar una mirada con Silvia podía percibir en ella cierta perversión.
Pero yo no le temía, sólo la evitaba (elección divina la llamaba yo). Evitaba saludarla, evitaba mantener conversaciones con ella, evitaba todo tipo de trato con ella.
Toda mi vida viví en Rosario, provincia de Santa Fe, en la calle Darragueira al 1300 (era la comúnmente denominada “zona Norte” de Rosario). Silvia se mudó a mi barrio (a sólo 3 casas de la mía) cuando yo tenía 14 años.
Ella, Silvia Robledo (cabello renegrido, lacio y largo, piel excesivamente pálida, ojos oscuros y saltones, dientes sucios de tabaco, impresentable dejadez física), vino al barrio con sus 5 hijos, sin marido, sola, quizás algo desprotegida, y se “apropió” de una casa que estaba bastante desaseada: de chapa, con una puerta rotosa al frente (era difícil de suponer que una familia quisiera vivir allí, en esa casa mugrienta, y mas con tantos hijos).
Yo me había hecho algo así como amiga de Tamara, la hija mayor de Silvia, que tenía 12 años. Sus otros hermanos eran Mariano de 10, Lucas de 7, Rocío de 5 y Soledad de 4 años.
Con Tamara nos entendíamos, ella venía a casa a tomar la merienda, pasábamos mucho tiempo juntas, pero ella nunca me invitaba a su casa. Yo sabía que no me invitaba por la vergüenza que le producía vivir en un rancho tan maloliente y raído. Y con una madre tan sombría como la que tenía.
Después de haber pasado algo más de un año de conocer a Tamara, al fin me propuso ir a su casa a tomar la merienda.
Al llegar a su casa todo estaba tranquilo y armonioso: eran las 5 de la tarde (casi) y algunos de sus hermanos, que iban a la escuela por la tarde, aun no llegaban. Silvia tampoco estaba.
El aspecto de la casa era deplorable: ventanas rotas y descoloridas, los pisos altos, de madera, en algunos lugares estaban tan deteriorados que hasta formaban bruscas grietas (como los pisos del comedor, por ejemplo). El patio era de cemento, sin baldosas, y a en uno de sus costados había una enorme pileta, que (no sé por qué) llamó poderosamente mi atención. Era de esas piletas en las que se lavaba ropa. Seguido al patio había un parque muy descuidado, con unas jaulas vacías a sus lados (¿de conejos?, pensé).
Tamara me dijo que esas jaulas estaban allí desde que ellos se mudaron a esa casa. Al fondo de todo, cruzando el penoso parque, estaba el baño y una pieza vieja que oficiaba de lavadero.
Tomamos chocolate, llegaron sus hermanos, miramos televisión. Estábamos todos menos Lucas de 7 y Silvia. Había pasado alrededor de 1 hora, cuando llegó Silvia. Con ese rostro petrificado que solía llevar, y sin siquiera saludarnos (ni a ellos, sus hijos, ni a mí) tomó por los pelos a Mariano, mientras lo acusaba a gritos de que él le había robado dinero. Así, tomándolo de los pelos (y abofeteándolo), lo condujo hacia fuera, perdiéndose de nuestra vista y ya sólo escuchándose el llanto de Mariano.
Dejé pasar media hora y me fui.
Al otro día Tamara vino a casa y se disculpó por lo acontecido con su madre.
-¿Y Mariano cómo está? - pregunté.
-No sé, se fue a la casa de mi papá, que vive en San Nicolás, donde también está Lucas. Ya mamá no se tolera más. Cada día está peor.