El primero en darse cuenta fue Migue. Migue era el encargado de los mandados, por eso pasaba a cada rato por la pieza del frente. Él veía, de ida y de vuelta, lo que había y lo que no. No eran pocas las veces que nos olvidábamos la puerta abierta; confiábamos en nosotros mismos.
Migue fue uno de los últimos en llegar a la casa. Por eso quizás le hayan tocado, en el reparto de tareas, las actividades fuera del hogar. Nadie, ninguno de nosotros, quería salir en esa época.
A Migue (un apócope sencillo de Miguel que encontramos para hacer las cosas más fáciles cuando eran más difíciles) siempre lo tomamos como a uno más. Pero era él quien debía buscar las llaves en la habitación, volver hasta la cocina y avisar que salía, recorrer el pasillo, no olvidarse del dinero y la lista de las compras.
Migue ocupaba la tercera habitación contando desde la cocina. Hacia acá estábamos Marisa y yo (en verdad, era a la inversa: la habitación del centro para mí, Marisa en la siguiente). Camino de la calle, seguían la de Rael y la de los regalos. Le era útil a Migue estar a mitad de camino de todas las cosas.
Hay que decir, a todo esto, que la casa resultaba generosamente grande para nosotros cuatro. Cada uno tenía un cuarto que daba a un largo pasillo (templado por el sol de la mañana, helado vestigio del afuera desde las tempranas horas del anochecer) que a su vez desembocaba en una cocina con estufa a leña, una alacena para vajilla y comestibles, y la mesa donde desayunábamos, almorzábamos y cenábamos. Las sobremesas solían darse en el patio, si era verano, o en la habitación de Rael, que era la más espaciosa y mejor climatizada, ubicada junto a la habitación de los regalos.
Fue ahí, en el cuarto de Rael, una noche -mientras tomábamos café y fumábamos habanos que unos amigos habían traído desde la isla-, embutidos como estábamos en una discusión sobre las distancias entre los términos autor y creador, y acaso algo ebrios por el whisky de la sobremesa, cuando Migue dijo:
-Me parece que faltan cosas en la pieza del frente.
Lo dijo como desde la nada, como quien rescata una ostra después de nadar miles y miles de mares de silencio. Estaba en su silla de siempre, con su clásica cara de cansado y el vaso casi vacío en la mano. Al principio lo tomamos como una chanza de borracho o de aburrido, no le dimos más importancia de la que parecía tener. Primero no lo entendimos; después le preguntamos.
-Lo que dije. Que me parece que faltan cosas en la pieza de los regalos.
Nos miró uno por uno, le parecía imposible que no pudiéramos entender lo que había dicho con la sencillez con que lo había dicho. Sólo que, de tan sencillo, a nosotros nos parecía imposible entender. Una sombra de temor nos veló las caras.
-A veces, cuando paso, pego una ojeada. Pispeo, a ver si todo está en orden -siguió Migue, mirando el piso-. Y por momentos me parece que las cosas no están donde estaban antes. Que faltan, o que alguien las corrió de lugar. -Y volvió a levantar la vista, a repasarnos uno por uno.
Los cuatro sabíamos que los objetos de la habitación del frente no podían moverse de ahí; alguna vez sostuvimos la posibilidad de trasladarlo todo al depósito que estaba junto al lavadero, entre el patio y la cocina, pero el sólo hecho de pensar que algo pudiera romperse, o perderse dentro mismo de la casa, nos había echado atrás en la intención.
Marisa, que era la única mujer del grupo y que en su sensibilidad femenina asentaba las herramientas adecuadas para enrolarnos detrás de sus palabras, dijo que, según su opinión, había que extremar las medidas de seguridad. Cerrar la puerta con llave; turnarnos para controlar. Si era necesario, ella podría dejar la primera habitación (le habíamos asignado ese cuarto porque era desde el cual más fácilmente se accedía al baño) y mudarse al frente.
Era viernes. Quedamos en resolverlo el lunes siguiente. Habíamos pensado salir al campo el fin de semana, por lo cual, transitoriamente, bastaría con que uno de nosotros se quedara de guardia en la casa sábado y domingo. Lo llevamos a sorteo; le tocó a Rael.